suicidas





La muerte no tiene pasado. A pesar de ello, cuando un escritor decide suicidarse, los lectores y los críticos buscan en cada una de sus palabras un indicio, una premonición, analizan sus páginas como policías que buscaran huellas en el escenario de un crimen y hasta parecen querer leer sus obras como si, por alguna improbable perversión de las leyes del tiempo y el espacio, hubieran sido escritas después de desaparecido su autor, o como si éste hubiera sido durante años un muerto en vida, alguien que ya escribía desde el futuro, desde ese terrible después.

Cuando no existen respuestas, lo mejor es inventarlas. Cuando los hechos no bastan, hay que recurrir a la imaginación. Sin embargo, el silencio de la muerte sólo existe para los vivos, son los que quedan de este lado del más allá quienes parecen sentir la imperiosa necesidad de cubrir o al menos atenuar ese hermético vacío que deja tras de sí la muerte, esa inmovilidad como ultraterrena que sucede al disparo, la copa de veneno o la caída al vacío.

Y son los vivos, o los sobrevivientes, que diría un fatalista, quienes inventan lo que tienen que decir las palabras del suicida, quienes asocian el drama final con el resto de la historia de la mujer o el hombre que dijo basta, lo mismo que si no fuesen más que los dos extremos de una misma soga.

En realidad, y esto lo sabe cualquier psiquiatra, la mayor parte de los suicidas no saben que van a matarse hasta poco antes de abrir la espita del gas o volcarse en la palma de la mano los barbitúricos. Algo así como los marineros del relato de Horacio Quiroga que se reproduce en este volumen. Son personas depresivas, amargadas o infelices y, seguramente, han jugado en más de una ocasión con la idea del suicidio, pero el paso suelen darlo en un momento de desesperación.

Un suicidio se comete, pero no se planea, no al menos como cualquier otro acto. Pensar en morir es muy distinto a ir a morir, como se ve con astuta claridad en el extraordinario relato de Ambrose Bierce incluido en esta antología. Hay escritores que intentaron matarse varias veces, eso es cierto, como la poeta norteamericana Anne Sexton o como otro de los escritores seleccionados para este libro, Guy de Maupassant, que veía en el suicidio, como tantos otros, un acto de poder del hombre ante la fatalidad: "¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado." Hay, también, escritores que pusieron fecha de caducidad a sus vidas, como el poeta Gabriel Ferrater, que anunció a los treinta años que no cumpliría jamás los cincuenta y uno y, cuando llegó el momento de cumplir su palabra, se puso fin de un modo estremecedor, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Por alguna razón, esa vulgar bolsa de plástico me produce un escalofrío mayor que las espadas con que se ultimaron Yukio Mishima o Emilio Salgari.

Y hay autores que decidieron tomarle la delantera a la muerte cuando, por unos u otros motivos, sus existencias ya eran, como en el relato de Jack London que incluye este libro, "un largo camino de amargura y horrores" que se había ido estrechando y que ya llegaba a su fin. Eso le ocurrió a Sylvia Plath, que no pudo sostener el peso de ser abandonada; a Reinaldo Arenas, que pronto descubriría que el paraíso capitalista era igual que el infierno comunista; a Hemingway y Bohumil Hrabal, el primero de los cuales se disparó para matar, junto a él, todo el sufrimiento que le causaba el cáncer que padecía; y el segundo porque encontró un doble remedio trágico al sufrimiento que le producía la enfermedad, en su caso una terrible artritis, y a la depresión en que lo había sumido la muerte de su esposa. Le ocurrió a Marina Tsvietáieva cuando ya sólo quedaban a su alrededor miseria y abandono. Y también a dos de los autores de este tomo, Stefan Zweig y Virginia Woolf, el primero por huir de su memoria -igual que Paul Celan, el fascista Pierre Drieu la Rochelle o Primo Levi- y la segunda por escapar a la locura. El fracaso literario llevó a la tumba a Maiakovski y a Alfonso Costafreda.

El alcohol empujó hasta el cementerio a Malcolm Lowry, a Dylan Thomas, ambos presentes aquí, y hace poco al poeta Javier Egea. Otros, como Pavese, se mataron porque eran incapaces de seguir vivos. Es impresionante, al leer este libro, pensar en el cianuro de Horacio Quiroga, la morfina de Jack London, el veronal de Ryunosuke Akatugawa, la bala dadaísta de Jaques Rigaut o los somníferos de Malcolm Lowry. Es impresionante pensar en el minuto anterior a todo eso, ese minuto que creo que ha reflejado como nadie otra suicida, la poeta y narradora austriaca Ingeborg Bachmann, que se quemó viva prendiéndole fuego a su cama, por ejemplo en este poema de su libro No sé de ningún mundo mejor -publicado en España por Hiperión y traducido por Jan Pohl-, titulado "Hablar con un tercero":


Y he elegido a la
muerte, para todas las
confesiones ella, le he
contado, a esta muerte
disparatada, a la que no
puedo imaginar, a la que
puedo provocar rápidamente,
pero nunca imaginar, le
he contado.
La muerte, a la que le he contado
tiene la amargura de treinta
píldoras, mide una
caída por la ventana, y
le digo, al estar sola
con ella, ella tan larga tan larga como una caída por la ventana,
ella tan corta, larga como un sueño,
hasta que le quite al sueño
la preocupaciones por
mí, le cuento a este
tercero.
Digo: hazme ver su
boca, y ese ojo
hazme ver cómo era,
dale marcha atrás,
hazme ver cómo
digo:
Otra vez, y
soy.

La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos.

En este libro no sólo se reúne a unos cuantos autores suicidas, sino que en gran parte de los relatos el suicidio es un tema central o, como mínimo, una amenaza de fondo. Sin embargo, lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas. Alrededor del suicidio hay, como no podía ser de otro modo, toda una mitología, y hasta quien se atreve casi a decir que no matarse es de cobardes. No comparto esa opinión ni suicidarse me parece un acto de coraje, sólo de desesperación. Y tampoco creo que los autores que terminan suicidándose posean un secreto que los demás ignoran. Las librerías están llenas de obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desdicha y la angustia escritas por mujeres y hombres que murieron en sus camas de eso que se llama, de un modo un tanto macabro, ni más ni menos que muerte natural. Y también están llenas de obras maravillosas escritas por gente como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova que crea-ron sus versos en medio del infierno, cuando eran persegui-dos, veían caer asesinados a los suyos, sufrían hambre y privaciones de todo tipo, acosos, cárceles, torturas y campos de concentración. Y, sin embargo, pensaron que escribir era un modo de salvarse, de vencer a sus verdugos.

En la literatura, lo mismo que en la vida, una cosa puede ser lo contrario de la otra y ser tan verdad como ella. Ojalá los escritores que componen esta antología no se hubiesen matado. Sus creaciones no serían peor por eso y no hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas.

Prólogo de Benjamín Prado para el libro SUICIDAS (Ópera Prima).

Aporte de Oscar Sipán

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