Se ha cumplido el destino del saltimbanqui de la Cultura cubana.





Fin de época para el saltimbanqui. El que se paseaba por la señorial casona de la UNEAC en el Vedado, quien adMinistraba viajes, publicaciones, conciertos, libros, con el poder de vetar, de borrar a creadores, o de imponer lumbreras “canto-políticas”, ha sido trasladado con su melena y traje de ocasión para reuniones, fiestas y fusilamientos, al lugar que merecía: la trastienda de la alcoba de su majestad el dictador de Cuba.

En la nueva pieza, cercana al aseo de su majestad Castro II, sin muchas ventanas porque de todas formas el sol no puede traspasar esas penumbras, el que implantara la prostitución en las esferas del Arte, no escribirá memorias, no le hace falta, durante años al frente de los intelectuales cubanos, conoce al dedillo a quienes le deben agradecimiento por un viaje, un puesto, un premio, y los utilizará.

Quizás viejo, con más maldad y frustración, intente pegar su nombre, Abel, -completamente identificado con Caín, más que espejo de Caín la esencia de la traición proyectada,como si realmente fuera Abel quien mató al hermano- con la negrura del Prieto , pues, finalmente, el saltimbanqui que entretenía al rey, retoma su verdadera misión: peón en asuntos deleznables.

Diestro, como antes lo fuera en redactar listas de innombrables, en hacerse el desatendido cuando morían poetas y pintores y observaba el robo de esas obras, (a mi no solo me dejo en la calle el día del entierro de Fayad Jamis, también se hizo el de la vista gorda cuando me desaparecieron en Francia); el promotor de la venta del patrimonio por dientes de oro de la rancia canalla europea, de la usurpación ,del exterminio de la fe, subido en el Faro del Morro reía frente la agonía de los condenados a jamás volver a tierra, mientras en cada puerto plantaba un payaso para que el Arte de la destrucción totalitaria perviva, mate, ensucie.

Da igual el comisario que ocupe su puesto de Ministro, él ha completado su destino. Al acecho de la llamada, seguirá cambiando el papel de culo cada mañana a su amo.

Les he traducido a Baudelaire. Cambien algunas palabras, déjense llevar por las visiones, jugando con ellas, veremos al degradado saltimbanqui en el lugar donde nadie, a estas alturas, quiere ponerse.

Buena lectura.





« Le Vieux Saltimbanque », Charles Baudelaire (1821-1867)
Petits poèmes en prose (posth. 1869)


Partout s’étalait, se répandait, s’ébaudissait le peuple en vacances. C’était une de ces solennités sur lesquelles, pendant un long temps, comptent les saltimbanques, les faiseurs de tours, les montreurs d’animaux et les boutiquiers ambulants, pour compenser les mauvais temps de l’année.
En ces jours-là il me semble que le peuple oublie tout, la douleur et le travail ; il devient pareil aux enfants. Pour les petits c’est un jour de congé, c’est l’horreur de l’école renvoyée à vingt-quatre heures. Pour les grands c’est un armistice conclu avec les puissances malfaisantes de la vie, un répit dans la contention et la lutte universelles.
L’homme du monde lui-même et l’homme occupé de travaux spirituels échappent difficilement à l’influence de ce jubilé populaire. Ils absorbent, sans le vouloir, leur part de cette atmosphère d’insouciance. Pour moi, je ne manque jamais, en vrai Parisien, de passer la revue de toutes les baraques qui se pavanent à ces époques solennelles.
Elles se faisaient, en vérité, une concurrence formidable : elles piaillaient, beuglaient, hurlaient. C’était un mélange de cris, de détonations de cuivre et d’explosions de fusées. Les queues-rouges1 et les Jocrisses2 convulsaient les traits de leurs visages basanés, racornis par le vent, la pluie et le soleil ; ils lançaient avec l’aplomb des comédiens sûrs de leurs effets, des bons mots et des plaisanteries d’un comique solide et lourd comme celui de Molière. Les Hercules, fiers de l’énormité de leurs membres, sans front et sans crâne, comme les orang-outangs, se prélassaient majestueusement sous les maillots lavés la veille pour la circonstance. Les danseuses, belles comme des fées ou des princesses, sautaient et cabriolaient sous le feu des lanternes qui remplissaient leurs jupes d’étincelles.
Tout n’était que lumière, poussière, cris, joie, tumulte ; les uns dépensaient, les autres gagnaient, les uns et les autres également joyeux. Les enfants se suspendaient aux jupes de leurs mères pour obtenir quelque bâton de sucre, ou montaient sur les épaules de leurs pères pour mieux voir un escamoteur éblouissant comme un dieu. Et partout circulait, dominant tous les parfums, une odeur de friture qui était comme l’encens de cette fête.
Au bout, à l’extrême bout de la rangée de baraques, comme si, honteux, il s’était exilé lui-même de toutes ces splendeurs, je vis un pauvre saltimbanque, voûté, caduc, adossé contre un des poteaux de sa cahute ; une cahute plus misérable que celle du sauvage le plus abruti, et dont deux bouts de chandelles, coulants et fumants, éclairaient trop bien encore la détresse.
Partout la joie, le gain, la débauche ; partout la certitude du pain pour les lendemains ; partout l’explosion frénétique de la vitalité. Ici la misère absolue, la misère affublée, pour comble d’horreur, de haillons comiques, où la nécessité, bien plus que l’art, avait introduit le contraste. Il ne riait pas, le misérable ! Il ne pleurait pas, il ne dansait pas, il ne gesticulait pas, il ne criait pas ; il ne chantait aucune chanson, ni gai ni lamentable ; il n’implorait pas. Il était muet et immobile. Il avait renoncé, il avait abdiqué. Sa destinée était faite.
Mais quel regard profond, inoubliable, il promenait sur la foule et les lumières, dont le flot mouvant s’arrêtait à quelques pas de sa répulsive misère ! Je sentis ma gorge serrée par la main terrible de l’hystérie, et il me sembla que mes regards étaient offusqués par ces larmes rebelles qui ne veulent pas tomber.
Que faire ? À quoi bon demander à l’infortuné quelle curiosité, quelle merveille il avait à me montrer dans ces ténèbres puantes, derrière son rideau déchiqueté ? En vérité, je n’osais ; et, dût la raison de ma timidité vous faire rire, j’avouerai que je craignais de l’humilier. Enfin, je venais de me résoudre à déposer en passant quelque argent sur une de ses planches, espérant qu’il devinerait mon intention, quand un grand reflux de peuple, causé par je ne sais quel trouble, m’entraîna loin de lui.
Et, m’en retournant, obsédé par cette vision, je cherchai à analyser ma soudaine douleur, et je me dis : Je viens de voir l’image du vieil homme de lettres qui a survécu à la génération dont il fut le brillant amuseur ; du vieux poëte sans amis, sans famille, sans enfants, dégradé par sa misère et par l’ingratitude publique, et dans la baraque de qui le monde oublieux ne veut plus entrer !




El viejo saltimbanqui, de Charles Baudelaire
Nota: Poema número 14 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).



Por doquiera se ostentaba, se derramaba, se solazaba el pueblo en holgorio. Era una de esas solemnidades que con mucha antelación esperan los saltimbanquis, los prestidigitadores, los domadores de bichos y los vendedores ambulantes, para compensar los malos tiempos del año.

En días así, el pueblo, me parece, se olvida de todo, del dolor y del trabajo; se infantiliza. Para los chiquillos es un día de asueto, pues el horror de la escuela es aplazado por veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio concertado con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la lucha universal.

El hombre de mundo y el hombre espiritual escapan difícilmente a la influencia del júbilo popular. Absorben sin querer su parte de esta atmósfera de despreocupación. Por lo que a mí toca, no dejo nunca, como buen parisién, de observar todas las barracas que se pavonean en esas épocas solemnes.

Realmente hacían una formidable competencia: chillaban, mugían, aullaban. Era una mezcolanza de gritos, detonaciones de cobre y explosiones de cohetes. Titiriteros y payasos desfiguraban con convulsiones los rasgos, de sus rostros atezados y curtidos por el viento, la lluvia y el sol; soltaban, con aplomo de comediantes seguros del efecto, chistes y bromas de una comicidad sólida y densa como la de Molière... Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como orangutanes, se hinchaban majestuosamente bajo las mallas lavadas la víspera para la solemnidad. Las bailarinas, hermosas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas al fulgor de las linternas, que chispeaban en sus faldas.

Todo era luz, polvo, gritos, gozo, tumulto; algunos gastaban, otros ganaban, ambos alegres. Los niños se colgaban a la falda de sus madres para conseguir caramelos, o se subían en hombros de sus padres para mejor observar a un escamoteador deslumbrante como una divinidad. Y por todas partes circulaba, dominando sobre los perfumes, un olor a frito, que era como el incienso de la fiesta.

Al extremo, en el último extremo de las barracas, vergonzoso, como si él mismo se hubiera desterrado de aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, la ruina de un hombre recostado en el poste de su choza; choza más miserable que la del salvaje embrutecido, donde dos restos de vela humeantes iluminaban demasiado bien desolación.

Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad; por dondequiera certidumbre del pan de mañana; por dondequiera explosión frenética de la vitalidad. Aquí miseria absoluta, miseria embozada, en el colmo de horror, en harapos cómicos, donde la necesidad, más que el arte, había introducido el contraste. ¡No reía el desgraciado! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna canción, alegre ni lamentable, tampoco imploraba. Estaba mudo, inmóvil; había renunciado, abdicado... Su destino estaba cumplido.

Aquella mirada profunda, inolvidable, se paseaba por el gentío y las luces que se arrastraban como olas y se detenían a escasos centímetros de su repulsiva miseria! Sentí que la terrible mano de la histeria me oprimía la garganta, y me pareció que me ofuscaban lágrimas rebeldes, que se negaban a caer.

¿Qué hacer? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla podría enseñarme en esas tinieblas malolientes, detrás de la cortina desgarrada? En verdad, no me atreví, quizás mi timidez les haga sonreír, confieso que temí humillarle. Cuando resolví dejar unas monedas en las planchas, esperando que adivinara mi gesto, una multitud perturbada , sin que supiese la razón, me arrastró lejos de allí.

Obsesionado por aquella visión, al marcharme traté de comprender mi súbito dolor, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del viejo literato, superviviente de la generación de la que fue brillante entretenimiento; viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en la barraca donde hasta la gente olvidadiza no quiere entrar más!

(Mis excusas a todos los saltimbanquis por utilizar este noble oficio en el texto)

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