Fragmento de la novela La pasión de la reina era más grande que el cuadro, de Margarita García Alonso





...Poco hablaba a la Reina la tropelía por aparecer en su muro de Facebook. Molesta suprimió el permiso de publicación a terceros, lo cual le costó la retirada masiva de doscientas personas afiliadas a la enorme pancarta que constituía la entrada del Palacio virtual de su majestad. Se fue quedando con aquellos, que estando en el mismo caso, se preguntaban hasta dónde podría llegar la vanidad.
La infinidad de mundos le impedía adentrarse en la selva intrincada de su verdadera existencia. Podía salvarse si aprendía en la enciclopedia médica la ubicación exacta de los órganos del cuerpo humano. Despejarse de mentiras y de la envidia que le provocaban esas fotos de seres en eterna fiesta, que la obligaban a recostarse sobre el lado izquierdo para apaciguar el corazón alborotado.
Mentalmente, había adquirido destreza en recorrer su hígado complicado con los éxitos de esa humanidad; de tiempo en tiempo bajaba a las tripas perforadas por ulceras de tanto recibir cariños y « me gusta » sobre temas informativos, y silencio total en entradas donde confesaba sus males de reina abandonada.
Una noche, la Reina Gracia decidió llamarse Margarita, y aplicar como ley arrancarse los pétalos, uno a uno, cuestionando si valía o no la pena enfrentarse a la popularidad. Alcanzó la maestría en el arte de decir frases a destiempo, en soltar improperios cuando le dolía la espina de la mediocridad. No fueron muchos los amigos, pero lleno su estancia virtual de enemigos al acecho de que perdiera un zapato para comerle el pie. Ella lo sabía y sin consultar a los santos y deidades, se sometió al florecimiento; como si estuviese en plena primavera, fue perdiendo el miedo a comentar lo que sentía y por efecto mágico de la verdad, creció la admiración en los visitantes.
Pudo entonces, propulsada por el ego, visualizar los riñones y efectuar un recorrido por su pecho; sumergirse en la corriente de las venas, destrabar los nudos linfáticos y, llena de coraje, extraer su corazón.
Con extrema delicadeza lo subió a la garganta, forzó la estrecha cavidad de la boca con una patadita de la lengua y lo posó en la almohada. Durante horas lo contempló. Era violeta, venoso, y latía despiadado, tratando de pasarse del humo de los cigarrillos que fumaba la reina en la más total cadencia con los elementos.
Sorprendida frente al músculo, se complacía en descubrir los arañazos que tatuaban los ventrículos, hasta que desmayó en un charco de sangre. Al despertar, las manchas como si fuesen de café, configuraban paisajes de su pasado. Claramente identificaba figuras, lugares, rupturas, encuentros. De un golpe, el corazón había arrojado sus culpas, sus pecados, sus ardores ensuciaban el rostro pálido de la reina.
Atemorizada, decidió devolverlo a su plaza, a su encierro, pero le costó mucho trabajo. La boca se negaba a tragar esa masa en forma de pera que se debatía histérica y la garganta seca no facilitó la devolución al pecho de ese corazón que, a falta de oscuridad, se tensaba y volvía de piedra. Como un ciego que recobra la vista, el pobre batallaba con las sensaciones que se acumulaban en los ojos de la mujer.
La reina es una mujer insistente y, con esfuerzo sobrehumano, lo apresó en la caja torácica, pero terminó escupiendo sangre. Repitió la operación durante semanas, hasta que decidió bordar un cojín de deseos y dejar al bravo órgano en lo alto del librero, lejos de la voracidad de la gata negra. De todas formas, nada extraído ocupa el mismo lugar, ni es el mismo. La traza del acto le quemaba, como una cirugía entre los senos.
Desde el teclado lo tiene a la vista. Le observa ennegrecerse, azularse, y le vierte agua azucarada, le da palmadas y continúa escribiendo como si toda la vida fuese inventar plegarias, la frase justa, y reanimarlo fuese el acto más valiente, razonable e inteligente que le haya sido concedido como don al nacimiento.
La reina Margarita ha podido agrandar el espacio vital de su corazón y consolarlo, pero nada calma sus angustias mientras se intoxica con el aire enrarecido que escapa de las redes sociales. Sabe que cada minuto que dedica a responder boberas, suprime una hora a su estancia en la tierra, pero continúa masoquista, entregada a la causa de la comunicación humana, desfallecida en las interpretaciones, invirtiendo en una leyenda a la cual es ajena. Ella sola, en su polo de soledad, muere de mil razones hipotéticas, sin la posibilidad de hacer eterna una pasión.
« Tienes el corazón de poeta, hija, ha gritado quejumbroso el órgano, ¿qué profesión es esa que me aterra, no podías ser otra cosa qué poeta?" ...



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