Poemas de Luis Marimón Tápanes.

Luis Marimón, en su aniversario 





Los emigrantes
Laboriosamente, el aniquilamiento prepara el hombre con su vida.
Piedra a piedra, va incorporando al mundo
una torre donde los inmortales maduran sus determinaciones.
Con impiedad, carga en su asno la biblioteca de cerámica
que lo soñó de niño,
los grimorios escritos con la sangre bondadosa del Diablo,
un rollo con las profecías más alucinantes de la loca de Cumas,
la poseída de Delfos.
Allí en su piel oscura, los enormes tatuajes: verdes dragones
brotando en una placenta de fuego de una matriz humana,
bifurcados en una jungla antigua: momias aguardando con sus
sexos de polvo desesperados
la resurrección;
un corrompido pez con una flecha bailando en sus ojos luminosos;
barcas de arena, transparentes, donde los ilotas son enanos
y su capitán, un viejo ciego y drogado.
El pobre jumento ha de pensar que la realidad
es la más dolorosa pesadilla.
Pero el libro dice que nadie es profeta en su tierra
y pone también sus armas en el lomo llagado,
las cenizas de sus antepasados, una reliquia inmortal
que ganó a los dados.
¿Fue en Medina, en Jerusalén, en El Cairo?
El grillete que lo hizo inevitable en la construcción de la pirámide.
El púrpura albornoz es ahora una sombra rielando en las dunas mutiladas
del desierto.
Chacales, espectros y aves de rapiña se entremezclan
en la noche, saqueada como una tumba.
(La sed es como un río que transcurre hacia adentro).
Onagro y hombre son una misma sombra, una sola huella
bajo la esfera humilde de la noche.
Han de cruzar las ruinas de una ciudad que fue hermosa:
tenía niños y estaba arrodillada junto al mar.
(Lamiendo el mar como una vaca blanca a las piedras saladas).
Aquí quedó la maldición: de las casuchas remotas del pantano
irrumpe un olor mefítico, de ángel con las alas quemadas,
las cariátides lanzan sus saetas emponzoñadas,
las estatuas sin cabeza de los viejos profetas,
gritan en un idioma avieso y zahorí:
este es el veredicto: ustedes son oscuros y culpables.
En Fayum, en Calcuta, en Alejandría
ha de hallar a los siervos preparando sus venganzas,
a esos animales desconocidos que escriben en el barro humedecido
con la leche materna de Medusa, memorias y presagios.
El hombre ofrece al animal de su propia cerveza,
de su propia hambre ahora convertido en un pan
amasado con los ojos de su madre muerta.
Confundidos por la perversidad de los espacios,
responden a los acertijos que trae cada madrugada
y se duermen...
Mañana estarán en otra parte.
(Siempre el hombre transcurre en un sitio y pasa en otra parte).
La vida es una ventana de hierba con un muro delante.
Despierto. Son las tres y treinta de la madrugada.
Fumo, la semilla es un bosque encerrado en sí mismo.
En la calle alguien pasa golpeando las paredes.
Yo también voy pasando.
Escucho y nada. Yo tampoco soy nada.
Se han bebido la última cerveza del mundo en La Marina.
En el patio un animal me llama.
Vamos, Garañón a recorrer el mundo.
Ayúdame con los recuerdos, con mi carga de hombre.
No te abandonaré en estas soledades
con tus ojos húmedos de cristal negro,
tu lomo plagado.
No te abandonaré
aunque yo sea más poeta que madre.







X
Este lienzo salvará mi odio del olvido.
Los cortesanos miran la pintura y se ríen.
Yo tiemblo de asco e indignación
pero también me río
y me inclino cortésmente
ante las damas y los caballeros que entran al estudio
y con mi voz melíflua alabo sus últimos sombreros y encajes
y pregunto por sus herederos que serán
no lo dudo,
más bárbaros y sanguinarios que sus progenitores.
Ellos nunca podrán adivinar lo que pienso.
Los imagino ardiendo junto a la bruja nuestra de cada día,
o comiendo un panecillo caliente empolvoreado con vitriolo.
Y mis sueños son dulces igual a una mujer caliente:
me dejan en éxtasis y exánime.
Apenas si mi rostro revela un extraviado temblor.
La astucia ha hecho de mi persona
a un innegable erudito de la sobrevivencia,
como el sapo que es feliz todo el tiempo debajo de una piedra.
Me moriré dejando el encierro de mi cuerpo sin nombre
y ya no roeré el oscuro hueso de la soledad.
No seré el culpable de tanta muerte imaginada.
Que el futuro mire mi cara y trate de descifrarla.
Soy el bufón que a veces se espanta de sus sueños.
Hay veces he querido hacer dichosa a una persona
y ahí mismo he comenzado a matarla.
Amo mi amargura. Me complazco en cesar.
Ya no seré feliz.
Sé que nunca lo será nadie totalmente.
Este lienzo salvará mí cuerpo de ese mármol antiguo
que todo lo perdona;
por alguna grieta escapará mi propio olvido.
Una aventura bien vale una vida:
la mía ha sido tramar mi azar.





La Rosa de Jericó 
(fragmento)
I
Son los mismos de siempre los que cantan.
Las sirenas tatuaron sus caras.
Tuvimos el sueño de las piedras, atestiguamos las tradiciones
fervorosas,
            los rugidos de la sedición.
Habitamos el sanguíneo planeta, como ceniza confundida
            en una urna fúnebre.
Eran los estandartes de nosotros, los vivos.
Los perversos herméticos, no obstante,
no dijeron esta boca es mía,
ni siquiera los nombres que desfallecían
con una desolación de tiburón y páramo.
Con pasión reconocimos las tumbas donde los hechiceros y los locos
            proclamaban los nuevos enigmas,
las catástrofes de los mesías inauditos,
exorcizando la estirpe de moros y judíos.
Los buhoneros pasaron con sus mulas imposibles,
mientras las pitonisas no querían confiar sus cuerpos drogados
ni siquiera a los enanos que preparaban la magia del laurel.
Esos mismos hombres diafanizaron sus emblemas, se distinguieron
por sus plumas, por sus caireles rojos o amarillos;
pugnaron por una vastedad sin fronteras que en su especie
fuese única y tremenda.
Con las máscaras de los desolados y los inermes
penetraron en las tabernas de Pompeya,
buscaron el trípode de oro en una gruta de Delfos.
Besaron las arenas que se desprendían de los papiros,
las letras hechizadas del Corán, la Biblia y el Talmud,
estafaron la verdad de la historia,
falsificaron las madrugadas.
Pusieron a un lado los arquetipos y las degollinas,
conformaron bandos y reinados
con el fin de no sentirse totalmente oscuros;
deshicieron algunos entuertos memorables,
para que no dijeran...
(Siempre pensaban: ¿Qué dirá de mí el mañana?)
Allá, en la morenía, los cristianos lloraban por un simple rumor. Eran
contrahechos golems, hombres de palo...
Fuimos los mismos siempre, de eso no hay dudas.
Cada especie con alabancia insólita se dio a llamar El Hombre.
Recogimos el misterio de las espesas madrugadas
donde el haschis y el opio suplían el desdén de los inmortales.
Un cazador salía, regresaba luego y su morral oscuro
apestaba a animales fabulosos y eternos:
un anca de unicornio, el apetitoso corazón de una sirena.
El pájaro rock andaba por las cumbres de Ararat
gestando genios y fantasmas.
Las hidras no temían los presagios.
En las criptas, la Rosa del misterio,
logró suplir la sed por una eternidad que aún no comprendo.
Máscaras otra vez, toros de ónix...
Presentíamos los abortos, las estatuas, las manifestaciones.
Era todo de sueños.
("No es bello el tiempo en que todo es realidad").
Nos fue legado el don de la perpetuidad olvidada,
de las premoniciones.
La vida se convirtió, en fin, en una cosa rara.
Tuvimos el traidor necesario,
la soledad necesaria,
los muertos necesarios.
Fuimos de una raza absorta en el abismo mientras recogíamos los
caminos
            con hambre.
Inconcebibles hombres con panteras adentro.
Los remotos venenos nos descubren y esas casualidades
son desconocidas hasta del mismo azar.
En los conventos se emparedaban a los hijos del Diablo
y en las grandes contiendas los guerreros penetraban a la cueva de
            Dios
            y lo comían.
II
Seguimos, en verdad, siendo los mismos.
Algo tenemos de inauditos dioses,
da lo mismo ser latino que cretino.
Enloquecer de pronto y salir dando gritos ya no es una gran hazaña,
meterse un tiro en la cabeza es algo tan común como tener un hijo.
El color de la sangre permanece, bello y terrible como un amanecer.
En los acantilados hay hombres que pierden la cabeza contra el mar.
Nonatos, hicimos un muro, un laberinto contra la esperanza.
Nosotros, mártires de la palabra,
los que amamos su oscura carne escupida por siglos de parías y traidores.
Un volcán anda, como un perro, suelto entre nosotros,
un animal de fuego hundido
como un cuchillo tembloroso en nuestros corazones.
(...)



Los sueños perdidos
En los mohosos muros de la ciudad en ruinas
casi tan verde eres, amor, como esa lagartija
que desde lo alto del templo
por la garganta saca el corazón.
Tu estás desnuda,
todo profundidad los ojos
mientas un perro ciego lame la sangre
que baja semejando una,
púrpura cascada por tus muslos dorados.
Mundo extraño éste donde las palabras
no significan nada.
El sueño nos cubre con esa mano amiga que en la calle
nos convulsiona el hombro,
criaturas de Dios,
vagos mensajes que llegan a contraeco
desde la gruta
perdida en los cielos.
En los sueños, total, está la historia,
no la de batallas y heroísmos,
sino la de infamia y la navaja,
la cronología del náufrago y el vértigo.
En tan complicado laberinto,
el ya casi exhausto río del olvido arrastra
sirenas, títeres y tigres
que miran como a través de un cristal
lo menos imaginado.
Aquí el silencio siempre se arrepiente;
queremos recordar la encrucijada,
los túmulos de donde brotan todas las mariposas,
con las alas de piedra, agrietadas.
Suerte de hechicería, descubrir la ciudad en ruinas,
la que nos protegió de aquella lluvia universal
de azufre.
De aquí a poco veremos el último pájaro cruzar los cielos,
lo que vimos del mundo ya no será cierto.



Fósiles de la colina
En la antigua colina
los restos de animales prehistóricos
incrustados en las piedras.
Un mar desconocido
cubría entonces el lugar en que después
se fundó la ciudad.
Pero ellos no quisieron irse con las aguas,
una fuerza desconocida los obligó a quedarse.
¿Esperando
a quién?
Seres que se gestaron
sólo para dejar sus leves osaturas grabadas
como símbolos
o una escritura aún no descifrada.
Ellos están.
Con sus huellas justifican su estancia en la tierra
junto al viento, los pájaros y los caracoles.
¿Dónde su carne ahora transparente,
su apetito,
su instinto sagrado de vivir?
Ancestrales voces
claman desde la noche.
Las incontenibles formas se reiteran
y el universo calla
cuando las cosas son
sin ser apenas.
En el limo
la humedad demuestra su existencia.
¿Quién me señala en el viento
la huella de la abeja salvaje?
¿Quién la ruta de la flecha
que desgarra para siempre
el corazón del ciervo en la pradera?
¿Qué verde corazón se está quemando
ahora con la hierba?
La más pequeña de las moléculas
conformará mañana el cuerpo del más grande.
Lo que hoy es sed
será mañana abrevadero.
Lo que será el jinete,
hoy es la bestia.
Acepto el cambio.
En la más terrible de las formas
hay un silencio bueno,
el que destroza nervios y tendones
en la nocturna jungla
posee sus colmillos
sólo por negarse a morir,
y el manso posee su carne deleitosa...
Las aguas, acaso, volverán.
Siempre las cosas son de donde fueron.
¿Pero dónde ahora las aguas
que aquí estuvieron?
Ahí están, en la vieja colina
los restos de animales
grabados en las piedras.
Una fuerza desconocida obliga siempre a quedarse.
Tampoco nosotros, abandonaremos la ciudad.
No.5, Julio de 2001




Luis Marimón Tápanes 
(La Habana, Cuba, 1951-Las Vegas, EE.UU., 1995). En Matanzas, donde vivió la mayor parte de su vida, se constituyó en el prototipo del poeta bohemio, rebelde y desordenado cuyo recuerdo es hoy una leyenda en el ambiente literario local. En vida sólo publicó dos poemarios: La decisión de Ulises y El bibliotecario del Infierno, pero dejó inéditos al morir otros nueve. En lo literario su figura no ha sido suficientemente reconocida, pese a los merecimientos de su obra y a la trascendencia de su huella poética, emblemática de toda una generación.






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