El síndrome de Groenlandia, Margarita García Alonso




El síndrome de Groenlandia.


A su espalda, una ráfaga de aire helado borra la traza. Las botas se adentran en el blando suelo y abren agujeros para los conejos que invadirán la pradera en la próxima primavera. El talón tambaleante forma cráteres, como si ella tuviese un peso descomunal o fuese de una profundidad de abismo.

Se funde con el hielo. Si abriese los ojos sabría que está encerrada en un cuartillo pestilente a cigarro negro, en un edificio de bajo alquiler postrado en la esquina de una ciudad con las aceras cagadas por los perros.

Ha transcurrido un cuarto de siglo y comienza a desperezar. Una mirada al iglú convertido en colina del horizonte y decide acercarse a la temida aglomeración de casitas en madera donde cazadores, buscadores de pieles raras y aduaneros cabreados, juegan una partida interminable de cartas, junto a hombres y mujeres que zurcen retazos de piel.

Maola entreabre los ojos rasgados y se arranca la epidermis de la mejilla. Indiferente, los ojos desmesurados frente a las luces. Está aterrada pues poco a poco es habitada por Marga, quien cobra forma ante el insistente zurcido de los inuitas.

La noche comenzará en breve y las capas de pieles pesan. Los abrigos no corresponden al clima más suave que invita a penetrar en la civilización que Marga abandonó, quince años atrás, para convertirse en silencio.

Maola no recuerda cómo marchar sobre tierra y menos sobre las piedras que aplanan una calle de asfalto negro, extendida en línea recta más allá del apreciable horizonte.

Los árboles espaciados, empercudidos de siena, con escasez de hojas se agrupan en bosquecillo. Apenas ha marchado unos veinte metros y las rodillas flaquean bajo un pánico abrupto.

Maola se detiene jadeante, se esconde entre los arbustos. Ha andado, demasiado ha andado, para salir de la marea de noches, meses, lunes o sábados idénticos, pero aún no está preparada para escuchar voces humanas.

Quizás aconseje la noche. No sabe si empuntar hacia la callejuela, regresar al país de tinieblas o pasar la frontera. Inútil desvestirse de todas las pieles.

_Tengo miedo _ dice, mordiendo las manos hasta sangrar.

Como una loba chupa el hilo de sangre que fluye de su muñeca. Alimentándose de su sangre, de ella, la única persona a quien tiene confianza pues es capaz de abandonarse sin una explicación.

La idea de partir a Groenlandia se instaló rápidamente cuando supo que no podía regresar. La tierra donde nació la había borrado a jamás. En aquel entonces, los calmantes espesaban la baba que descendía de la comisura de los labios. En aquel entonces nadie aparecía. Apenas recuerda a un muerto que invadía las horas con su ruina de osamentas, en forma de ángel ajado. En otra esquina, su hija se avergonzaba en lengua desconocida.

Maola merodea con aire salvaje, la cervical lanza arpones y su nuca anquilosada emite un zumbido agudo. Marga tiembla frente a esa mirada. Si amansa la desesperación y espera que amaine el temporal, podrá llegar al poblado. Hierve agua, delante del humillo se extiende el vacío total de la existencia.

Cuando la Antártida ganó, Maola desbarató las neuronas que ligaban a Marga con cierta reconciliación. Acuchilló sin distinción los dedos, la cortó en dos, por la cintura, mató su poesía, para que pudiera sobrevivir. El reinado de Maola comenzó con treinta años y un enorme cansancio.

Marga olvidó la palabra obscena que no alivia ni encuentra justeza, pero ahora regresa con la misma rapidez que se fue. Un golpe seco la expulsa del abrigo. En el bosquecillo suelta los cabellos untados de orine y sonríe fuera del encierro blanco.

Pero no sabe que la piel se ha arrugado, sus mejillas caen desgajadas y no define las uñas porque su vista ha mermado, a punto de cegarla a los colores. Por la correspondencia extraviada de un aviador holandés supo que cambiaba su país natal. Las nuevas rutas no están detalladas pero los conocidos repetían la fórmula de la conquista: masacre, descuartizamiento y compilaciones de dudosa honestidad. En los manuscritos encontró listas de emigrantes, de hijos, e intercambio de salivas y cuentas metabólicas. Los listos exigían escaleras, alienaban libros en orden alfabético y tras mordidas en la caoba y en el latón barato, se alzaban nombres rutilantes que desprendían tufillo a pie sucio. Fue ese olor el que la despertó.

Marga no está lejos. Parapetada en la última calle del mundo, con un glaciar en el costado izquierdo, rodeada de abedules enanos, de musgo y de líquenes que la han protegido de las ambiciones y del inusual estancamiento de aquella isla donde todo se desmorona.

En enormes huesos de ballena ha dejado que la ventisca transcriba su destino. Acostada en la tundra, junto a los caribúes, recoge champiñones y arándanos, talla anzuelos y pesca. El sol reluciendo en lo alto del cielo, a medianoche.

En esa zona de desproporcionada belleza, cuando alguien se siente perseguido por el mal-de-ojo o un espíritu maligno, opta por cambiar el nombre. Por eso responde a Maola, convencida de despistar los maleficios, mientras prepara ojos de pescado crudo y los chupa como caramelos.

Pero el tiempo ha pasado. Maola no está contenta de su encierro dentro de una mujer loca. Quiere partir, quiere ayudar a otros en el recorrido por pasajes inhóspitos. Se acumulan los presagios: los perros ladran, se deshacen la piel y el hígado de foca. Maola nombra a Marga, la interpela por aquel nombre antiguo, enrareciendo el aire purísimo y un bloque de hielo se resquebraja. El frío exterior ha mermado considerablemente, el fuego interior derrite el extenso glacial del miedo.

Miedo, miedo de caer entre los Hombres apresurados para llegar a cierto lugar. Miedo de perder la dirección del iglú. Miedo de contar la deshonra que la llevo a esos parajes.

Miedo a escuchar, ahí va la loca. Miedo a los harapos. Miedo a su miedo. A las miradas, a las palabras. Miedo a un Hombre que le regaló la muerte.

Miedo al temblor anunciador del vértigo. A la ventana entreabierta y al sol desvergonzado acariciando los hombros. A las aceras en sombra; a quienes ríen despreocupados cuando algo acecha. A los relojes suizos, a los relojes eléctricos que parpadean cuando se va el flujo; a la televisión que adormece sin tiempo, al canapé confortable con su lienzo mal acodado y las tripas afuera, sangrando por la garra de los gatos. A la frase común deshabitada, a la insinuación, al desvarío. Miedo de escuchar, escuchándose.

Al monólogo ignorante del susto. Al suicida que aplaza el día hasta perfeccionar al extremo el cierre de la cuerda. Miedo a la cuerda que amarra, a la metáfora de los lazos del zapato en las cárceles donde no son permitidos.

Miedo a las escupías que dan sed y deshidratan. Miedo al vómito, a la sangre, a la esperma, a la orine, a la mierda que conoce mejor que ella los conductos, recovecos, interacciones entre el exterior y ese interior decorticado por los médicos y los aparatos de resonancia magnética. Esa inmensa mierda en forma de nostalgia y ausencia de los exiliados.

Miedo al ciclón, no al destrozo, miedo al ojo calmado que cubre como un techo la cabeza. Miedo al después, cuando se aglomera, se acelera el movimiento de reconstrucción.

Miedo a pasar por las aduanas donde extraños, desde peceras, visualizan documentos de poca estima y narración de causas. Miedo a las puertas de aduana donde chillan las llaves de la casa que ha dejado atrás, a la que nunca regresará. Miedo a los que dan la bienvenida en el nuevo infierno.

Miedo al mediodía que se va rápido, al atraso, a preparar la cena para cuando lleguen los que incursionan entre inútiles recetas de dantescas oficinas.

Miedo al ruido de una palabra que condene, juzgue, marque.

Miedo al dentista disfrazado de mudo, espejo en mano, atareado en desenmarañar de la úvula las palabras, la lengua ensalivada. Miedo al líquido mentolado que transforma el aliento en cachorrillo domesticado, mientras el médico exige cheque.

Miedo al beso que entrechoca los dientes, miedo a la mordida que no sangra y envenena los labios.

Miedo al tren expreso que enfila por la mente y todo olvida, polvo de olvido, olvido de muerte.

Miedo a la muerte por sorpresa, a que no sea atroz ni enigmática. Solo un sueño y desilusiones permanentes. Enorme miedo a padecer el miedo, tanto agobio, incertidumbre vana. Tanto cuento, cuando basta ir, dormir en el vientre de la madre, abandonarse al ruidoso, ambicioso, estremecido corazón que se va apagando hacia una noche silenciosa, infinita.

Miedo al día, nunca a la noche. Miedo al reflejo, nunca al puñal. Miedo de necesitar al otro. Miedo a ser otro y serlo e ir padeciendo la mediocridad como si fuese una fina espuela sobre la lucidez.

Miedo al comentario sobre el cáncer y no al humo que asciende, a la nicotina que amarilla el índice. Miedo a la escasez de tabaco en un día feriado, los estanquillos cerrados, el bolsillo vacío.

Miedo a la tinta que gotea de la pluma y traza dibujos y presagios en la carta temblorosa de las verdades.

Miedo a borrar el olor del amante, de cada bandido que arrebata. Miedo a confesar públicamente la penetración osada de un dedo en cierta vagina hambrienta de golpes secos. Miedo al falo, casi temor a su ausencia y denunciar que es ignorante de las letras que acompañan a los ovarios.

Miedo al café del alba, a las llamadas telefónicas, al conocido que pregunta ¿qué haces el sábado? para empantanar durante horas con un sinnúmero de conflictos tribales que huyes a diario con una soledad importante.

Miedo a que se vea que tiene miedo o que lo tendrá en el minuto siguiente. Miedo al desespero, a la espera, a las filas de espera, a los grandes comercios. Miedo al fuego, al frío, a que se asemejen los sentidos y no sepa cuándo duele.

Miedo a las luces blancas de los hospitales sobre mercancía humana, bien empaquetada para los trepanadores de cráneo de todas las ideologías. Miedo a los aparcamientos subterráneos, al Metro, a la caída en los rieles, al túnel que traga. Miedo a la cabeza que da vueltas. A las piernas que flaquean, a la flojera de la angustia, a las facturas, a la orden, al autoritarismo, a la sed que se extiende en la garganta.

Miedo al oculista, al proctólogo y su dedo; a mojarse en la consulta del ginecólogo, a que se vea que va a desmayar. Miedo a las corridas de toro, a las cacerías donde corre la sangre. Miedo a los viajes, más bien a no querer regresar. Miedo a la emoción que mueve arrítmicamente el corazón y palidece, sin saber si comparte cabina con un terrorista que saltará la carga mortal.

Miedo a la vejez, a los pesados, a la carencia, a la letra recomendada, a la falta de papel, tabaco, filtro para hacer un cigarrillo donde chupar recuerdos. Miedo a llamar a la madre y saber que ha muerto otro en la isla. Miedo a los mendigos que juzgan, a los respiros que matan. Miedo a decir, a callar. A las buenas personas, a ser, no ser, a ganar o perder. Un miedo totalizador que invalida.

Miedo a los amigos que se acercan y se pierden de forma violenta. Miedo al vientre que se infla de aire, de agua, de excesos, de grasa, de semen, de embarazos vitales.

Miedo a la pulsión de muerte en cada balcón de un cuarto piso, en cada andén, a caer en la vida.

Maola está profundamente decepcionada de que Marga tiemble y no se acoja al rutinario cause de los seres. Con odio le rasga el abrigo, la abofetea y se va.

La Antártida roza las mejillas de Marga cuando emprende la marcha y bordea los acantilados. Inmensas las manos, demasiado rebelde su pelo, demasiada respiración de poros dilatados.

Lacera la agreste costa, frente al Mar de la Mancha. Gaviotas y gavilanes marinos anuncian que espera su hija, junto a un ángel que ha envejecido transmitiéndole las maldiciones necesarias para pasar desapercibida entre los humanos.





Del poemario MALDICIONARIO, Editions HOY NO HE VISTO EL PARAISO, 2010. 
Margarita García Alonso(Matanzas, Cuba)  Periodista, poeta, y artista visual.


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