sobre la soledad del escritor



SOBRE LA SOLEDAD DEL ESCRITOR

Camilo José Cela

La voz del escritor encuentra –suele decirse- su raíz más honda en la sinceridad, esa florecilla de vivos y también delicados colores que, a veces, nace y aun prospera en los más yermos páramos.

El escritor –quien esto escribe- piensa que el escritor –el hombre que tiene por oficio el escribir- es un animal omnívoro de paisajes y decorados, un ser de hambrientas fauces devoradoras de geografías urbanas, rurales, campesinas, marineras: cada una a su debido tiempo.
El escritor –este escritor que ahora, en este momento, escribe y, precisamente, estas líneas de hoy –cree, a estas alturas, que el escritor –el militante de esta disciplina (rosada o férrea, según el naipe que pinte) del escribir –nace donde puede; aprende sus artes en la adolescencia; triunfa y se hace hombre en la gran ciudad; bebe en los pueblos el digestivo –o aun amargo- licor literario de la vida; pule su espíritu –y hasta su estilo- en el roce con las latitudes distantes, y trabaja, si quiere trabajar y permanecer, en la soledad, en la gozosa y a veces dura soledad de la provincia, a orillas de la mar, o a la vera del prado, al pie del alto y tenebroso monte. Por no haberse sabido mover a tiempo (y sería inútil crueldad el dar más preciso señalamiento), al escritor –a éste, a aquél, al de más allá-, en ocasiones, lo devora la ciudad, la misma gran ciudad que lo vio triunfar y que lo aupó, como a un torero en tarde de clamor popular, sobre los hombros y las cabezas de los demás. Porque –no nos engañemos- el escritor es, sí, una pieza de la ciudad, pero (y ésta es una de sus más frágiles esquinas) no es una pieza fundamental, sino accesoria y, en todo caso, cambiable. Es posible que en el cúmulo complejísimo de actores y de factores, de acciones y de reacciones, de pros y de contras, de vicios y de virtudes, de confusiones y de simulaciones que es la gran ciudad, todo –y en ese todo va, claro es, el escritor, eso que es tan poca cosa –sea, efectivamente, efímero e intercambiable y que sólo la ciudad sea lo permanente.

Para el escritor, la ciudad está llena de peligros cuya sola enumeración sería tan prolija como enojosa. La tertulia, eso que ayuda, también desbarata. La política, eso que apasiona, también esteriliza. La vida social, eso que puede agradar, también asquea. La emulación, eso que impulsa, también detiene. Sólo la vocación, ese don de los dioses que se recibe o no se recibe, y la entera y verdadera dedicación, si se sabe mantener, dignifican y confortan. Y consuelan, por añadidura, del solitario llanto que el oficio produce.

El escritor, pese a Aristóteles, no es un ente tertuliano, sino una rara yerba de cenobio.
El escritor –y por no haberlo sabido hacer así, su historia, con frecuencia, se presenta salpicada, en el menos malo de los casos, de estupidez- olvida, viviendo en la ciudad, que no ha de ir a remolque del político, como la estela tras la nao, sino que debe antecederle en su camino, en el papel de la luminosa y heroica avanzadilla, para señalárselo.
El escritor que brilla en los salones es devorado, sin pena ni gloria, por su enemigo natural: la buena sociedad. Nadie olvide que no estamos ya ni en el rendido tiempo de los caballeros, ni en el galante y gentil siglo de las luces, ni en la violenta e idealizada etapa del romanticismo.

El escritor que se mueve a impulsos de la competencia con sus contemporáneos, presto se detiene en seco porque sus coetáneos, sólo por el hecho de serlo, aún están sin clasificar y sin decantar.

La vocación es fruto que sólo grana en la soledad, en la alegre soledad, compañía de los tristes, de que nos habló el solitario –y tumultuoso- Miguel de Cervantes. Y el escritor, a fuerza de serlo de sentirse escritor; a trancas y barrancas, si es preciso, de estrujar su propia conciencia de escritor –lo único que los no escritores le han dejado- ha de volver, al borde de la madurez, a aquella santa soledad que la adolescencia le permitía mantener intacta en medio del fárrago.

Para el doliente Gustavo Adolfo, la soledad es el imperio de la conciencia. Y la conciencia –esa superioridad- sólo se mantiene no dejándose contaminar. Un escritor sin conciencia es como un fiero animal sin ojos, algo de lo que es preferible no guardar memoria.
La superioridad del escritor –dogma social que proclamamos- ha de refugiarse, para ser mantenida, en la soledad: en el pueblo, en la montaña, en el mar…, con todos sus defectos.


Recogido en Papeles de Son Armadans, nº III de 1956.

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